El días después de las elecciones gallegas tenía en mi bandeja de entrada varios mails escritos al calor de los sondeos. Todos hacían referencia a la
inminente “operación Rato” y coincidían en hacer referencia al artículo de P.J en EL MUNDO. ¿Lo habías leído?
El villano en su rincón PEDRO J. RAMIREZ
Tal día como ayer hace 25 años el periódico Diario 16 incluía en su primera página dos fotografías. En una de ellas se veía a un joven con patillas y ganas de comerse el mundo que ese día asumía la dirección del rotativo; y en la otra a un diputado ya veterano que dormitaba ostensiblemente en su escaño -sólo faltaba que se escucharan sus ronquidos- mientras en el Hemiciclo se discutía la reforma del Código de Justicia Militar. El joven de las patillas era yo y el diputado en brazos de Morfeo, Manuel Fraga.
Si no fuera porque mi propia edad de entonces excedía en bien poco el cuarto de siglo, casi diría que hace 25 años yo ya conocía a Fraga desde hacía otros 25. Porque, al menos desde que tuve uso de razón, aquel desmesurado caballero fue apareciendo ante mis ojos poco menos que como la encarnación misma de la política.Primero, de la única que permitía hacer la Dictadura -concurso de ditirambos al régimen por fuera, implacable navajeo entre familias por dentro-; después, de la genuina y abierta competencia entre talentos y propuestas que trajo la democracia.
En ambas situaciones hemos conocido al Fraga en la cresta de la ola y al Fraga hundido en la miseria. Al Fraga mandamás y al Fraga sin poltrona. Al Fraga intemperante y al Fraga componedor.Al Fraga Gargantúa y al Fraga lacrimoso. Si aquella imagen del sesteo constituía una noticia era precisamente porque el ya mítico don Manuel se había dedicado a hacer de todo menos dormitar.De su contribución al franquismo quedan en el lado positivo el impulso del turismo, la Ley de Prensa y el reformismo a trompicones inspirado desde la embajada en Londres. En lo negativo -ahí es nada-, su protagonismo en la propaganda y su implicación en la represión. En el fondo, su lealtad a la Dictadura sólo estuvo matizada por el rigor propio de su talla intelectual y por el dinamismo individualista que le empujaba a modernizar socialmente España.
Si su cotización en el último tramo del franquismo -tras la crisis Matesa del 69- fue de más a menos, en la democracia le ocurrió exactamente lo contrario, pues comenzó con el batacazo de los Siete Magníficos, se rehízo con su decisiva contribución a la integración de la derecha en el marco constitucional y, tras fracasar en su asalto a La Moncloa, quedó definitivamente reivindicado a través de su abdicación en Aznar y de sus triunfos encadenados en Galicia.
Le acompañé dando saltos en avioneta y helicóptero en una de sus típicas jornadas de 25 horas en aquella primera campaña electoral del 77. Aún le recuerdo imponiendo su rugido al de los motores y señalando una edificación entre la bruma: «¡Ese parador lo hice yoooooo!». Me regaló unos tirantes con la bandera española. Al final, 16 diputados. Cuatro menos que el detestado Partido Comunista.
Para un hombre tan soberbio como él, debió resultar insoportable comprobar cómo un personaje al que nunca concedió la menor importancia, Adolfo Suárez, le birlaba el control político del posibilismo y cómo las urnas le relegaban a comparsa de una ponencia constitucional controlada por algunos de sus alumnos. Pero en lugar de echarse al monte de una involución que, encabezada por él, habría podido jugar mejores bazas que la del 23-F, prefirió encauzar a los nostálgicos dentro del sistema y esperar a la predecible autodestrucción de la UCD para erigirse en jefe de una oposición tan leal que siempre estaba dispuesta a dejarse seducir por Felipe González en el sofá modelo canapé del despacho del presidente del Congreso, a la sazón Gregorio Peces-Barba.
Después de los dos pinchazos en hueso que supusieron las experiencias de Verstrynge y Mancha, a la tercera fue la vencida y el ya viejo dinosaurio, cosido a costurones, encontró en Aznar el hijo y heredero al que entregar la antorcha. A diferencia de todas las demás sucesiones de los primeros años de la Transición (Suárez-Calvo Sotelo, Carrillo-Gerardín, Camacho-Gutiérrez) si ésta funcionó bien no fue porque en 1990 Fraga rompiera la carta de dimisión sin fecha que Aznar le entregó en el Congreso de Sevilla, sino porque cuando dijo que se iba, lo hizo de verdad, en el sentido más literal y físico de la palabra.
Muchos predijeron que, al refugiarse en la pugna política de su patria chica, Fraga iba camino de su último matadero electoral.O, dicho de otro modo, que acudía a morir junto a las tablas de su primer chiquero. Si se hubiera cumplido ese pronóstico, Galicia habría puesto entonces la cruz, la raya y el epitafio a su mercurial vástago. En lugar de ello le proporcionó una prórroga tan dulce como para llevar ya durando nada menos que 16 años.
Hace ocho yo escribí un artículo titulado La última salida de don Manuel en el que daba por hecho que con el siglo XX terminaría su vida política activa. ¡Ingenuo de mí! No sólo volvió a presentarse por cuarta vez en 2001, sino que aquí le tenemos ahora en pos de su quinta mayoría absoluta, exigiendo y suplicando el voto de los indecisos, pese a la cadera averiada propia de un octogenario más que trabajado y la sombra alargada de los desastres del Prestige.
Durante década y media Fraga ha gobernado Galicia de acuerdo con su receta más genuina: un tercio de autoritarismo, un tercio de paternalismo y un tercio de eficacia administrativa. Todo ello regado con el buen caldo de un galleguismo folclórico y sentimental que cada vez que se le sube un poco a la cabeza le provoca una llantina. Paulatinamente, el energúmeno amenazante que se quitaba la chaqueta para perseguir a los reventadores de sus mítines se había ido metamorfoseando en una especie de ogro de buen corazón, al que -como me decía el otro día su amigo el cardenal Rouco- los paisanos consideran ya «parte de la idiosincrasia de Galicia».
El villano oficial de cualquier Historia reciente contada por la izquierda, era ya El villano en su rincón, tal y como lo propuso y presentó Lope de Vega en su comedia en elogio de la fuerza y la cordura de lo auténtico: El cortesano recibe / por afrenta aqueste nombre / siendo villano el hombre / bueno que en la villa vive. Como el Juan Labrador del Fénix de los Ingenios, Fraga había sido coronado rey de su terruño: No se deja el sol mirar, / que es su rostro un fuego eterno: / rey del campo que gobierno / me soléis todos llamar. Era el momento de retirarse, de salir por la puerta grande y de repetir en Galicia con Alberto Núñez Feijóo la misma jugada sucesoria que tan bien le funcionó a nivel nacional con Aznar. Pero el problema -¡ay!- es que esta vez, viudo y envuelto en soledades, ya no tenía adonde irse.
Cada vez parece más claro que detrás de las tensiones y chantajes de los caciques de colmillo retorcido que han enturbiado recientemente la vida interna del PP gallego estaba el propio impulso -consciente o subconsciente- de un Fraga deseoso de mostrarse como el único referente capaz de mantener la unidad en el partido. Todos veían los riesgos de comparecer con un candidato disminuido en sus cualidades físicas y mentales, pero no había quien le pusiera el cascabel a ese gato cascarrabias. Si Aznar se lo había consentido todo y aun así no había podido escaparse a unos muy desagradables zarpazos, justo cuando más débil estaba, a costa de si le apoyó o no lo suficiente en la crisis del Prestige, no iba a ser Rajoy quien intentara poner bajo llave a la fiera.
En el pecado ha ido encontrando su penitencia. Menos el colapso de su líder en pleno mitin-romería, al PP le ha pasado en esta campaña todo lo malo que, de acuerdo con los manuales de lo políticamente correcto, le puede ocurrir a un partido: desde la sugerencia de que todas las mujeres son medio putas porque -¡al igual que los votantes indecisos!- no dicen la verdad cuando les preguntas «con cuántos hombres se acuestan», hasta la incitación a «robar» votos donde sea y como sea. Es verdad que el inefable gerifalte orensano Baltar no se ha quedado atrás en esta carrera de despropósitos, pero han sido el genio y la figura de don Manuel los que han vuelto a sus días de apogeo, al encadenar las intemperancias con la prensa con las explosiones de grosería hacia sus propios colaboradores.
El buen villano de Villalba ha vuelto, pues, a hacer de su rincón del noroeste una trinchera desde la cual iniciaba cada round repartiendo mandobles a mansalva, como un boxeador bronco y sonado.
Yo nunca podría votar por alguien que se comporta así, pero sentiría mucho que a Fraga se lo llevaran esta noche las mulillas, con los pies por delante, camino del desolladero. Y no lo digo porque, entre bufido y bufido, conmigo haya tenido gestos de los que dejan huella -fue una de las primeras personas que me expresó su apoyo cuando me echaron de aquel periódico en cuya portada coincidimos hace un cuarto de siglo-, sino porque sería un final injustamente cruel para una vida pública descomunal y desmesurada, sí, pero siempre aferrada a la obsesión de contribuir al progreso de España y a la prosperidad de Galicia.
Y además porque si Fraga perdiera el poder se quedaría mano sobre mano -la absorción por FAES de todas las fundaciones del PP le ha cerrado cualquier salida-, lo que obligaría a Paco Vázquez a dedicar una parte aún mayor de su tiempo a darle palique y pasarle la palma por el lomo, a costa de su imprescindible dedicación intensiva a la noble causa del municipalismo.
Ironías al margen, la pérdida del Gobierno de Galicia tendría, además, una gran trascendencia a nivel nacional para el PP, pues sería interpretada como la consecuencia directa del creciente arrinconamiento del partido; y el papel de villano de lo que ya no sería comedia sino drama le correspondería, naturalmente, a Rajoy. Nadie le culparía de manera abierta, pero todo serían runrunes sobre su falta de iniciativa, su conformismo con la autoimposición de Fraga como candidato, su laissez faire, laissez passer ante los exabruptos de la campaña y su incapacidad, en suma, de moldear un nuevo PP moderno y ganador. Sería la cuarta derrota encadenada -generales, europeas, vascas, gallegas- y, por muy especiales que fueran las circunstancias de la primera y muy dignas que resultaran la segunda y la tercera, sobre su cabeza empezaría a flotar el aura del nacido para perder.
Pero hay que colocar las cosas en su correcta perspectiva. Si el PP logra mantener el poder en Galicia, Rajoy tendrá un respiro y pocos le regatearán el mérito de haber logrado compensar las salidas de pata de banco de Fraga centrando el discurso en los mítines y repartiendo educadamente folletos del partido por las playas. Si Touriño y Anxo Quintana suman un escaño más, corresponderá entonar un piadoso réquiem por aquel a quien algunos de sus mayores admiradores denominan certeramente La Foca y lo esencial en el PP será mantener la calma.
Estas elecciones son las últimas dentro del ciclo de los 15 meses posteriores al 11-M y al 14-M. En cierto modo todo lo que sigue ocurriendo en España está muy condicionado por los sucesos de aquellos días traumáticos, pues el Gobierno de ZP continúa dominando con cierta pericia la ola a la que le subieron la perfidia de los terroristas, los errores de Aznar y la voluntad de las urnas.Ahora se abre, sin embargo, un espacio de dos años completos sin elecciones, excepto que se produzca la disolución anticipada del Parlament de Cataluña o del Congreso de los Diputados. He ahí la oportunidad de que vaya cuajando una alternativa sólida, en paralelo al inevitable desgaste de un Gobierno que ha firmado demasiadas letras de cambio -algunas absurdas e innecesarias- que poco a poco irán llegándole con requerimientos de pago.
Con Galicia o sin Galicia, el reto que el PP debe afrontar a partir de mañana es el de construir una mayoría social equivalente a la que le proporcionó la amarga victoria del 96 o, mejor aún, el gran desquite del 2000. Y eso no se consigue a base de manifestaciones -por muy justificadas que estuvieran las tres a las que el partido se ha adherido- y menos aún de dentelladas aburridamente tópicas, sino ejerciendo una oposición modulada que jamás transija con lo inaceptable, pero que busque pactos y acuerdos en los grandes asuntos de Estado. No es en los rincones sino en el centro del ring donde se ganan los grandes combates.
Y puesto que la única otra persona que hoy por hoy podría aglutinar a toda la España moderada en ese proyecto de estabilidad, renovación y progreso se encuentra en el extranjero y tiene el firme propósito de honrar el importante compromiso internacional que ha adquirido, al PP no le quedan más cáscaras que seguir apoyando a Rajoy y confiar en que apunte bien con su pistola de una única bala.